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martes, 3 de agosto de 2021

AMAMA

#relatolibre

Amama María es una  superviviente nata, desde que su madre Francisca enviudó estando  embarazada de ella y con otros dos hijos pequeños. El padre murió en  California, donde era pastor, a manos de los que codiciaron su reloj de  bolsillo y las cuatro perras que ahorraba para enviar al caserío. Amama  nació el 28 de julio de 1917 en el caserío Arnauri de Orozko. Vivió  pocos años allí, a los once años la mandaron a vivir con unos tíos a  Bilbao. Luego se casó en Basauri y con el tiempo se establecieron en  Bilbao.

        ¿Qué no habrán visto los ojos de Amama? Cuando ella era niña, no había  agua corriente ni electricidad en el caserío... pero aquella aldeanita  que sobrevivió a una guerra civil, a la Postguerra, la dictadura, crisis  económicas, espirituales y humanitarias, que perdió varios hijos, que  ha conocido biznietos, hace tres años que aprendió a utilizar un móvil y  el correo electrónico. Vivió en el siglo de las dos guerras mundiales,  vio a la Humanidad llegar a la luna, caer tiranos, llegar transiciones,  el nacimiento de la televisión, de internet... no sólo ha vivido un  siglo, sino que ha vivido el más vertiginoso de la historia y ahí está,  dispuesta a vivir otro si hace falta.

        Porque ella no es vieja: viejos son los trapos. Y como digas lo  contrario, enseguida te manda «al guano», por «andaluza», o sea,  exagerada.

        Amama no es vieja. Es eterna, porque para nosotros no tiene un  principio, siempre ha estado ahí. Pero tampoco tiene un final, porque  vive en nosotros, en nuestros genes, en nuestros gestos y dichos, en  nuestra memoria.

        Escribí este texto en julio 2017, para celebrar el 100 cumpleaños de Amama María, la madre de mi madre. Hoy rescato este texto por dos razones: hace unos días hubiese sido su 104ª cumpleaños y quería recordarla; y hoy la casualidad, o el destino, o vaya usted a saber qué, me ha llevado de la mano a la que fue la casa de su niñez, de la manera más inesperada.

        Había quedado en Orozko esta tarde con una pareja a los que casaré en unos meses, para comenzar a charlar sobre su ceremonia de boda y conocernos un poco; después de un buen rato de charla, les he dicho que Amama era de Orozko, del Caserío Arnauri. 

        En ese momento, me han mirado con cara de sorpresa. "¿Del caserío Arnauri?" Sí, les he dicho, el que está a la entrada del pueblo viniendo por la carretera de Artea...

        Lo conocían, sí, claro que lo conocían. De hecho... ¡acaban de comprarlo! Han comprado el caserío de mi familia, el que le fue arrebatado a mi bisabuela Francisca Uriarte cuando un familiar se lo jugó a las cartas, después de que mi bisabuelo Martín Artiñano muriera en las lejanas tierras californianas por la codicia de algún otro mísero pastor. El caserío que vio nacer y crecer a Lucio, Petra y María; el que albergó un bar que les dio de comer en aquellos duros años.

        Cuántas veces al pasar por allí lo hemos mirado conscientes de que nuestra historia está enraizada entre aquellos muros. Y hoy ¡he podido entrar en el caserío! y subir los escalones de madera, pisar los suelos que pisó mi bisabuela, ver la chapa en la que debió de cocinar para sus hijos, la huerta que cavaría con sus propias manos...

        Estoy aún conmocionada. Qué sorpresas nos depara la vida. Tal vez estuviera escrito que nos encontrásemos para poder regresar, siquiera por unos minutos, a mis raíces. Tal vez el destino me llevó a ser oficiante de bodas para poder oficiar la suya. ¿Casualidad, destino? Tengo una amiga que dice que la casualidad no existe; que existe la causalidad, que las cosas suceden así por alguna razón que no alcanzamos a comprender. 

        En cualquier caso, ha sido una experiencia preciosa. Emocionante. Estoy al borde de las lágrimas. Claro que eso... no es nada raro en mí.

        Amama, he vuelto a tu casa. Gabon, ondo lo egin!

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