Hablaba con una madre hace unos días. Me hablaba de su hijo como que le daba una de cal y otra de arena. Rescaté este poema que escribí hace unos cuantos años.
Los hijos
Los hijos, que sonríen y olvidas cada pena.
Los hijos, que te abrazan y sientes que renaces.
Que cantan y te elevan, que lloran y te matan,
y luego resucitas si vuelven a abrazarte.
Los hijos, que te quitan el sueño si padecen,
que congelan tu aliento y te hielan la sangre.
Que tardan y suspiras, que llegan y respiras.
Los hijos, que trastornan la vida de los padres.
Que te hieren de muerte, que te curan a besos,
que te tienen en vela detrás de una ventana.
Los hijos, que te hunden en el pozo más hondo,
que te dejan a expensas de la noche más larga.
Y detienen el tiempo, y aceleran tu muerte,
y te dejan a veces los ojos sin palabras.
Que te explican la vida sin quitarle una coma.
Los hijos, que te encienden. Los hijos, que te apagan.
Que dibujan tu sino y alimentan tu miedo,
y te borran de un soplo la sonrisa más ancha.
Que desatan tu nudo cuando llaman y vuelven,
cuando ríen y duermen, cuando cantan y bailan.
Los hijos, que te rompen en pedazos la vida,
cuando sufren y lloran, cuando tiemblan y callan.
Que conducen tus pasos hacia infiernos y cielos,
hacia mares revueltos o hacia playas en calma.
Que se comen tus horas, tus minutos, tus días,
que se comen tus años y te dan las migajas.
Que te estampan un beso y se acaba tu angustia,
que te bajan la luna más brillante y más alta.
Que te explican la vida sin quitarle una coma.
Los hijos, que te encienden. Los hijos, que te apagan.
No hay comentarios:
Publicar un comentario